Hace tres
años estaba en un sala de piso de madera, dejando entrar el aire por
la ventana, oyendo las voces de la calle que entraban subiendo al
tercer piso... respirando, profundo y concentrada, entregada al ritmo
de lo que hasta el momento no conocía...
compartía
esa sensación, de a veces angustia, a veces relajo, de profunda
convicción y cariño por el aire que entra y sale de los pulmones,
exprimiendo al limite la mente en su punto más delgado. Agitaciones,
palmoteos, carraspeo y a veces tos... pero siempre ahí sonaba un
murmullo, que en invierno era frío, lleno de nieve, lluvia, de pocos
y rápidos pasos, de golpes en las puertas del bar de la esquina por
quienes entraban y salían. En primavera fue un sol que entraban con
aires candentes, vitales, de murmullos de personas, de los paisanos
senegaleses sentados en la plaza parloteando, de las copas de las
cañas que chocaban en las mesas de las terrazas de Tirso de Molina,
el sonar de una guitarra y el jugueteo de un par de gitanos que
cantaban flamenco... todos los martes cuando mi corazón reposaba
para hundirse en el respirar, respirar y respirara de mi mente.
Hoy
después de un enorme paréntesis, me encuentro recobrando ese lugar,
repoblando aquello que aprendí a conocer, con el ritmo del aire que
entra y sale de uno... sentada en un piso de madera, de un salón
añoso, acompañada de otros sincopados cantos, en donde se camuflan
los murmullos de niños que juegan futboll en la chancha de afuera,
donde pasa y entra gente, donde se siente la gata del club escamotear
los techos y los visitantes, donde a ratos el murmullo se interrumpe
por un golpetazo de la pelota en la pared colindante, un respirar
agitado... volver a centrarse, de tomar el ritmo de saberse en el
mundo.
Dos
parajes diferentes, distintos murmullos... un sentir nuevo pero con
sabor conocido, un viajar al pasado recobrando el futuro...
volviendo, siempre volviendo con ese sonar del aire.
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