03 enero 2012

El Cuento de la Bruja Negra

 flotando como muerto, en un río abandonado, a punto de cruzar el otro año, dispuesta a renacer...


Fui masacrada en el escenario de una reunión de coordinación, en plena discusión sobre la postcolonialidad, y los egos hinchados de tanto veneno me ultrajaron, sacando las pocas ilusiones que aun tenia de aquel “espacio democrático”. Las yagas supuraban, deshaciendo en pedazos cada una de mis partes, fui robada de todos mis principios, como quien inocentemente los expuso para colaborar con la construcción de un mundo mejor, en una mesa de reuniones de académicos dispuesto a relevar la igualdad humana, pero a no hacer nada concretamente.

A las heridas se sumo la mirada inconsolable que tenia una ciudad monstruosamente bella, que te fagocitaba sin darte cuenta; como una persona de rasgos obscuros, mirándote con grandes ojos blancos lo que tu ibas a pisar. En cerrándote en laberintos y callejuelas, la ciudad tomaba vida, como una persona que podría ser un canival, que a la vez de mostrar su más hermosa cara salvaje, podía maldecirte comiéndote en una escena ritual de la cual no me había dado por enterada... los delirios nocturnos, de persecuciones e hipocresías, no dejaban ver con claridad el camino de salida, y aquella agobiante mirada de un ser compuesto de miles de personas, me comía cada día para despedazarme y escupirme lejos del alcance de sus habitantes.

Llegue a esa ciudad amándola, deseando entregarme a sus bondades, pero como una vieja bruja negra, sabia mucho más que yo... y lo que no debía hacer. Sucumbí, como quien experimenta por primera vez el inicio de la muerte, sabia entonces que ya no jugaba con supersticiones, sino con la vida misma... fui entonces acribillada, rota por mil pedazos y cocida nuevamente para ser lanzada a un río de los suburbios a flotar eternamente para lograr llegar al mar.

El mar... el mar azul. El Atlántico me curó, como cuando los piratas varaban en alguna perdida playa ya dispuestos a la muerte, donde las aguas lograban salar todas las cicatrices y así revivir de entre los muertos. Un traje azul me fue puesto, una sonrisa marina al borde de la playa, una diosa materna a quien le debo la vida, me recojio.

Con las fuerzas suficientes, de quien aun tiene la peste entre sus músculos y la fiebre aun sin desaparecer, logre huir de aquel grande monstruo de ojos blancos, de penetrante mirada y construido de miles de hormigas obscuras que me amenazaban por deshuesar; llegue a la otra ribera de este mundo de fantasmas, para descansar en una arena blanca, a base de ron y coco, logrando recobrar los sentidos tras la ruta de un tesoro, escondido en una ciudad sufriente aun por su historia inconclusa. Reviví.

Pero la viajera a un universo intraducible, aun sufría de los estruendos y temores, la perseguían aun los fantasmas de haber rondado en el otro mundo profundo, del cual todos negaban su existencia, pero que había visto con sus propios ojos, experimentado con su propia carne y sobrevivido con su propia alma. Deambulé por mi ciudad, escondiéndome, pasando desapercibida, sospechando de toda mirada, procurando no encontrarme con aquel monstruo negro, que demoniacamente había exigido mi vida a cambio de permanecer en su mundo. Los delirios cesaron, se calmaron los sueños y vime de nuevo frente al mundo, mi mundo, pero con la mirada de quien ya tiene el secreto acuñado en su espalda... caminé nuevamente sin saber que hacer, para buscar un nuevo espacio, suspirando con el consuelo de que todo me era conocido, con un brillo en los ojos de sabiduría de haber vuelto viva.


M.